Vine a Juárez para ver si puedo olvidarme un poco de que soy una enferma de literatura. Esta frase se la copio descaradamente al narrador de El mal de Montano que, según cuenta, viajó a Nantes con la misma intención. Al igual que el protagonista del ensayo novelado de Enrique Vila-Matas, fallo en el intento. El ardor de la frontera no me hace olvidar, sino que intensifica mi ansia. Nada más llegar a la habitación del hotel en el que pasaré las siguientes noches, y quizá algo ansiosa porque en Barcelona no había sido capaz, durante las últimas tres semanas, de redactar una sola frase con sentido, me veo obligada a abrir un documento de Word en el que escribo lo siguiente:
es una enfermedad ridícula,
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Más que ensayos novelados, a esos artefactos sin género a mí me gusta llamarlos «Ensayismo mágico». Me refiero a esos libros en los que la trama pesa tanto como el desarrollo de una idea y en los que la ficción es la nota de color que da sentido a la filosofía. El «ensayismo mágico» es una herencia platónica, sí, pero sobre todo una concesión borgeana, una verdad ferrerista, un vómito boláñico, una canción levrerina, una caricia kamenszainista, un orgasmo pigliense, un esputo trabero y hasta un adiós pizarnikiano, porque, ¿qué es La condesa sangrienta sino un sesudo ensayo sobre la literatura de la surrealista Valentine Penrose, vestido de relato gótico? Largas son las influencias de este género inventado, y amplia la magia que precisan para elaborarlo. Es evidente que en el gesto del «ensayismo mágico» la vibra latinoamericana rezuma por cada poro. Egoístamente, quisiera verme colgante de esa genealogía que aún busco y de la que todavía aprendo; a la que también de manera egoísta podría sumar la escritura de ideas de algunas de mis colegas o compañeras de generación: Aura García-Junco, Mario Aznar, Valeria Luiselli, Pau Luque, Begoña Méndez, Vicente Undurraga, Malén Denis, Blanca Llum Vidal, Mercedes Halfon, Olivia Teroba, Lola Nieto, Jazmina Barrera, Berta García Faet, Ernesto Castro, etcétera. Decir «generación» puede parecer arriesgado a estas alturas. Un insulto, incluso, a quienes no desean formar parte de una sucesión de apellidos como esta, pero que yo me empeño en arrejuntar, porque sé que en la negativa de cada unx de ellxs a inscribirse a un género literario concreto hay un gesto común, un homenaje a los orígenes radicalmente plurales de nuestra lengua, una puerta abierta a la experimentación enfermiza y eterna, ajena a toda impronta de los talleres de escritura creativa y de las ansias editoriales por la novela insulsa de «pura trama» que tanto daño han hecho, irónicamente, a la imaginación, a la inventiva y a la creatividad. Propongo la etiqueta de «Ensayismo mágico» como un lugar de descanso. Un lugar seguro para tomar refrigerio a la sombrita de ese pesado sol que es la velocidad, la claridad, la idea única y la Academia. Hace casi cincuenta grados a la sombra en Ciudad Juárez y no tengo la intención de salir de este cuarto, vuelvo al documento:
es una enfermedad sin sentido,

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Es 28 de junio de 2024 y mientras mis amigas brindan con lo que parecen unas deliciosas cervezas cuyas jarras llevan el borde afilado en sal y polvo de chile parecido a una pasta de diamantes, yo alzo una copa de zumo de jengibre con kiwi en celebración de los ocho meses desalcoholizada que hoy mismo cumplo. Me gusta mentir sobre qué bebía y por qué dejé de hacerlo. A la historia de mi sobriedad le ajusto las tuercas según convenga. No voy a decir la verdad ahora, pero sí recordaré la escena de un camarero al que siempre había querido follarme, sirviéndome un verdejo el 29 de octubre de 2023, sin que yo se lo hubiera pedido; un regalo amable, el suyo, si no fuera porque a dicho alcohol yo había decidido decirle adiós la noche anterior; y también recordaré cómo pedí a mi hijo que se bebiera la botellita de agua que compré en el cine algunas horas antes, para poder escupir en ella los restos de vino que ya no conseguían pasar por mi garganta. En realidad, ese día sí bebí, pero a regañadientes. Bebí como bebe agua fría una infectada de COVID, con un profundo dolor de garganta y al mismo tiempo una gana absurda de seguir pasando líquido fresco por esa herida. Bebí y escupí como en un rito litúrgico, como un recién nacido ante el calostro, o como una ninfómana enamorada hasta del esmegma ajeno. Hay jengibre y kiwi, sin embargo, en mi copa, todo es cítrico, todo es ácido, todo es muy azucarado y lo cierto es que no habría motivo alguno para escupir si no fuera porque en mi bolsillo, la máquina Medtronic 780g, con la que desde hace pocos días trato mi por otro lado longeva diabetes, ha empezado a vibrar escandalosamente. Puede que, como decía, a mí me guste mentir a todo el mundo sobre mi salud, pues a menudo finjo que estoy más sana y que soy más cuerda de lo que mi cartilla médica recalca. Puede que sea una mentirosa sí, pero nunca engañaré tanto como los camareros cuando aseguran haber puesto justo lo que tú les has pedido encima de la mesa. El camarero de ese restaurante de carnes de Ciudad Juárez, en concreto, me dijo que a mi jugo no le iba a poner azúcar, pero por supuesto que mentía. El páncreas falso al que estoy conectada con un catéter que he de cambiar cada tres días y con un medidor de glucosa que he de inyectarme cada siete es un maravilloso detector de farsantes. Todo lleva azúcar. Entonces mis amigas brindan, y luego vuelven a brindar, y mientras una de ellas habla de la influencia que Historia abreviada de la literatura portátil tuvo en su escritura desde adolescente, yo enchufo otro bolus de insulina para prevenir los daños que este cóctel sin alcohol, pero con palas de glucosa, está empezando a causar en mi cerebro. Lo susurro para mis adentros:
es la enfermedad más estúpida

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Vine a Juárez para ver si puedo olvidarme un poco de que soy una enferma de literatura, pero pronto recordé que soy una enferma del alcohol, una enferma de la tiroides, una enferma de intolerancia al sol, una enferma por culpa del gluten, una enferma insomne, una enferma del páncreas, una enferma del, por y para el sexo. Mis amigas están comprando camisetas muy baratas en un gigantesco outlet de El Paso. Llevamos aquí algunas horas después de que la policía de la frontera nos dejara pasar, no sin poner a prueba nuestras facultades. ¿ESTA?, preguntó un poli mamado, señalando la foto de mi pasaporte. Sí, esta… esta es ella, respondió la conductora. ¿ESTA? ¡ESTA!, preguntó de nuevo, con tono desesperado y dándole muy fuerte con el dedo a mi fotografía. ¡Que sí!, ¡que yes!, respondimos todas, sin saber muy bien por qué mi cara le estaba excitando tanto ¿Será que le gusto?, ¡há!, ¿le das mi Instagram?, bromeé a la conductora sin que nadie se riera, quizá porque temían que mi pasaporte europeo nos enviara, contra todo pronóstico, de vuelta a México y sin bolsas de un Michael Kors de saldo con las que consolarnos. Du yu haf an ESTA, señorita?, me preguntó el tipo una vez más, después de obligarme a bajar mi ventanilla, por la que entró todo el olor de su armoniosa transpiración. Oh, yés, of córs, ¡mira mi Electronic System for Travel Authorization!, grité, y el tipo hizo un gesto con los dedos índice y corazón, que yo interpreté como un guiño a Ernst Gräfenberg, pero que mis amigas consideraron un sí a nuestro periplo consumista por la frontera de Texas. ¿Ese es el muro de Trump?, pregunto a la copilota, que en silencio asiente. Por alguna razón, les digo, me parece bello. Es estéticamente bello, responde mi amiga, y eso es terrible. A mí me gustan las cosas terribles, como por ejemplo ir de compras, aunque eso sea algo que prefiero realizar en solitario, por la vergüenza que me produce dejarme el sueldo en estupideces. Mientras mis amigas debaten sobre diseñadores internacionales cuyos nombres apenas reconozco, yo entro en una tienda de la marca Windsor porque desde afuera la ropa que venden parece de zorra. Llevo poca ropa de zorra, pero en el fondo siempre deseo ponérmela. Aunque me avergüenzo de mis muslos gordos y de mi tripa abultada, sé que la ropa ceñida me hace parecer más en forma de lo que estoy. Los tatuajes, además, adornándolo todo y creciendo sin frenos por mi espalda y mi pierna derecha, le dan un aspecto fuerte a mi carne en verdad blanquísima y endeble. Los vestidos de zorra me quedan increíbles, pero también me deprimen porque chocan con mi actitud de gótica tristona. En el espejo del probador, vestida de zorra, tengo unas ganas increíbles de follar. Medtronic 780g vuelve a vibrarme, pero esta vez es un bajón de azúcar. Me dijeron que con esta máquina todo se estabilizaría en mi cuerpo, pero también eso era una mentira. Cuando en los cursos de formación de páncreas artificial para diabéticos, más parecidos a reuniones de alcohólicos anónimos que las reuniones mismas de alcohólicos anónimos, nos hicieron un test para saber cómo la diabetes afectaba a nuestra salud mental, plantearon dos preguntas sobre sexo. ¿Afecta tu diabetes a tu sexualidad? NO, respondí. ¿La diabetes te hace sentir menos deseo sexual? NO, escribí, y aunque lo que quería decir no había casilla en la que escribirlo, también lo pensé: cuanto menos gluten como, más quiero sexo. Cuanto menos alcohol bebo, más quiero sexo. Cuanto más bajos son mis niveles de azúcar, más quiero sexo. ¿Y si en vez de un páncreas artificial me injertáis una polla ficticia? ¿Una polla mágica? ¿Una polla del ensayismo mágico, para mi deseo incorregible y para mi placer culpable? Me meto un par de osos de gominola en la boca, y espero a que la máquina deje de vibrar. No me lo quito de la cabeza:
es una enfermedad de perdedores

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En toda mi vida me he acostado con veinte personas. En realidad, una o dos más, pero hace tiempo que dejé de incluir en esa lista a los abusadores. Doce hombres, ocho mujeres. Otra enfermedad más para este cuerpo: la de a pesar de los hechos y de las pruebas tangibles, seguir nombrándome a mí misma como una mujer heterosexual. Facilité esta cifra a una amiga más joven que yo el día que decidí dejar de beber. Me dijo que eso era una decepción, que ella me consideraba una Anaïs Nin de la vida. ¿Y si soy un fraude? ¿Y si lo que tengo que hacer es beberme todo el mezcal de Barcelona y dejarme follar por cualquiera al que le apetezca? No voy a negarlo: todos los días de mi vida ese y no otro es mi deseo. El de ser follada. El de ser poco más de un agujero. Pero una cosa es mi deseo y la otra es mi cobardía: como no puedo ser follada, leo. Como tengo pudor de ser ampliamente follada, escribo. Como me da una pereza enorme gestionar los sentimientos posteriores a ser follada, pienso. Como me da miedo enfermar de ser follada: me curo con la literatura. ¿Y no vine a Juárez por eso? Otra vez en la habitación del hotel, con mi vestido de zorra nuevo puesto, tecleo:
es una enfermedad de mierda,
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Lo que me gusta de El mal de Montano, y de la práctica totalidad de la obra de Enrique Vila-Matas a la que he tenido acceso desde que mis padres se viciaran con su literatura cuando yo era todavía adolescente, es que sus libros son el puro desorden. No sabría decir cuál está peor construido, o sí, porque cuanto más desordenada su trama y cuanto más caótica su forma, más impresionante la consecuencia de su literatura. En El mal de Montano, se nos habla de un diario que no es un diario, y también de la enfermedad de escribir a todas horas, como en una adicción sin cura. Vila-Matas ha hecho de sus fallos, esto es, de ese no saber qué rumbo tomar, qué género explorar, qué historia terminar, una verdadera virtud. Aunque llevo diario, o más bien cuaderno, desde que era una niña, en verdad detesto la escritura diarística. El diario se ha convertido para mí en una excusa para escribir otros libros, en una fórmula para dar forma a textos largos y en un laboratorio de temas y de tonos que descartar o que favorecer. Eso es El mal de Montano. Esa es la enfermedad de la literatura y esa es la dulce carga que me he impuesto. En octubre de 2024 cumpliré un año sobria y también veinte años como escritora de falsos diarios . Me gustan las efemérides, las casualidades, los acertijos. Lo escribí hace tiempo en un poema: «He escrito un libro por cada hombre que he amado, y tengo miedo de no volver a escribir». Teniendo en cuenta que cumplo veinte años de escritora y teniendo en cuenta que me he acostado con veinte personas, podría decir que ese verso, aun siendo mentira, esconde más verdades que las de los diabetólogos, los camareros mexicanos o las escritoras del «ensayismo mágico». Me desconecto el páncreas artificial, me pongo el bikini y voy a leer a la piscina, donde el entrenador de un equipo de fútbol sub-21 de Cali que está alojándose en ese mismo hotel me echa una mirada desafiante. Para desconectar mi sexo natural, me meto directamente al agua y hago unos cuantos largos. El páncreas artificial, por cierto, puede estar desconectado de mi cuerpo durante apenas hora, hora y media. Así que a los veinte minutos regreso a mi habitación, pero la tarjeta no funciona. La organización del festival literario al que he sido invitada ha olvidado reservar mi cuarto para la última noche de mi estancia, y ahora estoy sin páncreas, mojada y semidesnuda delante de medio lobby, esperando a que alguien encuentre una solución rápida. Sólo puedo pensar en una cosa:
es la enfermedad que no desearía ni a mi peor enemigo,

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Antes me identificaba con Skins. Luego, con Pequeñas mentirosas. Más tarde, con Sexo en Nueva York. Ahora, a mis treinta y tres, veo Mujeres desesperadas y me digo que soy todas ellas. Envejecer era cambiar de canal. No sé por qué esta serie me engancha, pero cuando consigo entrar en mi cuarto del hotel de Juárez lo único que me apetece es ponerme un capítulo de esa serie mientras me pego una ducha y espero a que mis amigas vengan a por mí. En este capítulo, Brie Vandercamp, la viuda estirada y mandona, empieza a ir a alcohólicos anónimos sin mucha esperanza. Ella no cree ser alcohólica, y en su negación me reconozco bastante. Yo, que soy un poco exhibicionista, no tardé en llamármelo a mí misma, pero entiendo el miedo de la pelirroja, porque sabe que nombrarse alcohólica conlleva tener que tomar una decisión que llevas tiempo postergando. Lo más interesante de su paso por alcohólicos anónimos sucede cuando Brie se da cuenta de que un vicio sólo se sustituye con otro. De que, si no va a haber alcohol, tendrá que haber sexo. El problema es que el hombre con el que quiere acostarse desesperadamente ya había hecho ese descubrimiento antes que ella, y por eso también es miembro de la SAA: adictos al sexo anónimos. Busco en Google y encuentro una veintena de tests sobre la adicción al sexo. De la misma manera que las pruebas del alcohol a menudo me salían por las nubes, las del sexo superan barreritas rojas, determinan que «es probable que usted sufra una adicción al sexo» y me dan cifras de entre el 75% y el 83%. ¿Será que tengo un problema? Porque vine a Juárez para ver si puedo olvidarme un poco de que soy una enferma de literatura, y por eso no escribí más de una, dos o tres líneas. Después de la ducha, mientras escribo un mensaje a mi pareja para ver si puede conectarse a Skype desde Madrid, aunque allí sea ya bien de noche, la máquina de Medtronic 780g vuelve a pitar. Él no contesta. Necesito ver sus genitales. Él no contesta. Me toco imaginándomelo en su cama veraniega de Arganzuela, desnudo, durmiendo tan apacible, tan sudoroso. Ahora le deseo solo a él, sólo él, mucho a él, y no miento. El páncreas artificial vuelve a pitar, y en esa marca de mi sangre tampoco hay mentira posible. La adicción al alcohol, como todo el mundo sabe, no la determina cuánto se bebe, sino cómo se bebe. Del mismo modo, la adicción al sexo no la determina con cuántas personas se folla, sino cómo se folla. Vine para ver si me olvidaba de tantas cosas que no me olvidé de ninguna. Vine para ser literata, y tampoco supe. Al otro lado del chat nadie contesta. Pero, como en un acto de «ensayismo mágico», yo le escribo:
es una enfermedad fiel.

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12/03/24
creo que cuando una habla de las personas a las personas a las que ama, inevitablemente miente, ni k sea un poquito, por miedo a desvelar una verdad incómoda, una verdad que el otro no ha pensado. sin embargo, cuando una habla del amor a los libros, siempre dice la verdad, y todo es exacto, siempre se vuelve evidente, se nota a la legua la exageración o la envidia, de ahí la necesidad de ser francas. mmmm yo quiero hablar de las personas a las que quiero como de los libros a los que tanto quiero… si amo es para ampliar mi fe y mi esperanza hacia las cosas / es que acabo de leer lo de Aura García-Junco y se me viene todo esto tonto tonto a la cabeza
16/03/24
¿por qué huyo? porque más que un miedo a la felicidad, lo que he desarrollado es un miedo a no saber aprovechar la escritura, quiero decir, la vida, la vida que es la escritura, cómo trabajarla, cómo escribir esta felicidad. Voy en un tren camino de Marsella. Siento que después de ciudad de México debo regresar a aquellos lugares en los que tanto bebí. Bebí (tanto) Saber que allí también puedo ser [. ] ¡ser feliz! ¡SE ME ACABA LA TINTA CUANDO ESCRIBO LA PALABRA FELIZ
«las palabras se adecuan a cierta precisión del pensamiento, como las lágrimas a cierto grado del dolor» rené daumal ‘la gran borrachera’, qué bueno está renézz btw
26/03/24
reparo, leyendo a propósito de los insoportables niños de blackwater III que yo apenas he escuchado a mi hijo llorar, Ulises es tan tranquilo, tan pausado, ¿le he criado bien?
3/04/24
contar la historia del mes que pase mi madre en puerto rico. ¿la mandan para calmar a la hermana de su padre? Ojalá para un cuento.
4/04/24
Enfadada. Ojalá me pudiera olvidar del odio que siento hacia quienes me utilizan.
8/05/24
casi 200 días sin beber
adicción a un mal amor presentación de Sabina Urraca
“gran hilaridad que tiene que ver con lo oral”
29/06/24
En un libro hay un 93% de verdad, dice Emiliano Monge. Ciudad Juárez. ¿Generación Montano? Estoy con Aura García-Junco.
12/09/24
Estoy en un vuelo. Ahora, a Venecia para ver a la familia de Ernesto. Hace un año quería suicidarme, por cierto… todavía quiero quitarme de aquí. Cada día soy más fea. Ah, el protagonista de La muerte en Venecia es que huye… Viajar: huir, ¿curarse de la enfermedad de la literatura?
04/10/24
a favor de escribir por encargo
Luna Miguel es editora en Penguin Random House. Ha publicado ocho libros de poemas, los últimos son Poesía masculina (2021) y Un amor español (2023). También es autora de los ensayos El coloquio de las perras (2019), Caliente (2021), Leer mata (2022) e Incensurable (2024); de la novela El funeral de Lolita (2018) y del monólogo teatral Ternura y derrota (2021). En redes sociales es @lunamonelle.