«La prosa de un poeta es la autobiografía del ardor» con este principio Susan Sontag reconoció que la producción memorística y crítica de Marina Tsvietáieva (1892-1941) amparaba una seña indisociable de aquella incandescencia urdida por ella desde temprano en el territorio de la poesía. A la escritora rusa, en realidad, la mortificaba un poco no tener idea de qué es el ardor. En una carta de 1911, confesó a su maestro de lectura Maximilián Voloshin: «Cuanto más lees, menos sabes y menos quieres vivir por ti mismo». Tenía dieciocho años y por entonces empezaba a sentirse como si fuera otra. Mientras borroneaba aquella carta melancólica, oía música y no podía parar de fumar, ni sacarse de la cabeza la última novela leída, en cuyas páginas una mujer vivía dos vidas diferentes.
Ediciones Laberinto ha publicado un libro «con noche», como exige Marguerite Duras en Escribir. Una serie de ensayos literarios que ahondan –con sinónima intensidad– el tipo de experiencia desasosegante que cerca de un siglo atrás enfervorizara a Tsvietáieva y desde la que acaso sea posible derivar una ética de la lectura.

°1 Antiprofesor.
El nuevo libro de noel luna rodríguez (1971, Puerto Rico) –en minúsculas– nos guste o no es otro saludable «plato frío». Recupero esa frase parejera de La escuela pagana (Folium, 2014) en cuyos versos más claramente se percibe esta vena suya medio socarrona. Quizás el talento de «insultar» suponga una clave fundamental para apreciar en su justa medida La caricia de lo inútil: ensayos 2002-2021 (Ediciones Laberinto, 2022) así como Breves peroratas desde campo enemigo (Gacela del Ático, 2021), su último poemario. Dicha socarronería me empuja a considerar la ensayística del poeta desde su costado contundentemente injurioso. Lo ideal será –no solo traer a colación– sino imprimir en el corazón de cada estudiante de letras este ignoradísimo poema:

CONTRA CIERTOS CRÍTICOS
Pandilla de filólogos
caterva de hurgadores
de enormes nimiedades
que arrancan de raíz
el fruto ajeno, vándalos
del libro (cual polilla
oculta entre espinosos
pasajes como en casa),
flagelos de lo bello,
faldera perrería
de engolados poetizos,
mediocres alzacolas
de divos y poetastras,
apestados peritos
que malogran al joven
aprendiz del oficio,
calamidad de artistas:
malditos sean. Lárguense
a la mierda, miríada
de asquerosos parásitos,
babosas sabandijas
rastreras que malogran
genuina poesía.
Váyanse al carajo.
(La escuela pagana, 157)

En ese mismo «espíritu universitario» y con una prosa impecablemente económica, el ensayista expone su celo innegociable por los modos de hacer y enseñar literatura. Nos interpela, por momentos, un profesor rabioso que impugna sin tapujos el filisteísmo académico que ha burocratizado el pensamiento en el campo de las humanidades por los últimos treinta años. En La caricia de lo inútil, luna rodríguez revela su lado más beligerante y sensual. Trescientas y pico de páginas dan cuenta de cómo el diálogo sostenido con los estudiantes en la Universidad de Puerto Rico estimula de continuo su sabiduría. Sin incurrir en abstracciones demagógicas, demuestra –con ejemplos concretos– por qué ciertas tradiciones interpretativas o ciertas prácticas artísticas rentables, en cambio, se le caen de las manos. Es tal vez lo más cerca que ha llegado un escritor puertorriqueño de cultivar un ensayismo autoteórico verdaderamente riesgoso. No tan solo a la altura de su propia vocación poética. Sino a la altura, por ejemplo, del espesor conceptual de un libro como Otras inquisiciones, aquellas notas de lectura super provocadoras que publicara Jorge Luis Borges siete décadas atrás; y que luna rodríguez frecuenta en sus mejores seminarios. Nos asomamos a la cabeza de un crítico excepcional que lee interesadamente, que discrimina y separa el grano de las pajas, como dicen. No es obvio, pero se trata de una generosa y responsable intervención intelectual, como pocas en nuestras letras, cuya lectura creativa procura probar que poesía es algo que se nos hace a nosotros, no que se nos dice meramente.

°2 El lírico como lector. 
A estas alturas sigue siendo raro que un catedrático de la UPR –institución sistemáticamente debilitada– manifieste vulnerabilidad en un libro que podría considerarse su contribución más decisiva hasta la fecha. Sobrecoge, por eso, un ensayo como «El lugar de la memoria» donde luna rodríguez se descubre en tensa convivencia con su enemigo íntimo: «Hay días en los que estoy en el salón de clases, hablando sobre alguno de los libros que me apasionan, y mientras me dirijo a los estudiantes una segunda voz me pregunta: ¿qué haces aquí?» (12). Retazos de debates literarios que lo obsesionaron mientras se doctoraba en Princeton insisten de nuevo. ¿Es posible leer de una buena vez a Julia –nos sugiere allí– fuera del registro condescendiente de lo folclórico y de lo patriotero? Corría el año 2002 y hace rato había encontrado en cierto Palés el «emblema» de cómo deseaba relacionarse con una biblioteca.
Justamente, emblematizar es una operación importantísima que ha orientado en partes iguales su ejercicio crítico y poético, incluso bastante antes de que empezara a ilusionarse con la forma del ensayo literario. Lo constata una entrevista que concediera a la estudiosa Melanie Pérez Ortiz en 2005:
Por ejemplo, me disgusta mucho la poesía abstracta, en el sentido en que la poesía que se sirve de abstracciones como forma de llevar un mensaje. A mí me interesa la abstracción que parta de lo concreto. Muchas veces, lo que percibo son imágenes visuales. Es como si fuera una especie de emblema de un problema conceptual que sí me interesa, que tal vez es abstracto, pero lo que me interesa es buscar la imagen capaz de transmitir de un modo concreto ese problema.
(«Noel Luna: La poética breve», 225, énfasis mío)

Vale la pena citar un poco más y leer –de primera mano– cómo hablaba luna rodríguez en aquel entonces acerca de un proyecto como éste. No tanto por lo prematuro, aunque también. Sino porque –como hizo Poe en «La filosofía de la composición»– sus expresiones cobran la forma privada del sketch extendido sobre una mesa de trabajo. No hay que subestimar la sensibilidad experimental con la que se atrevía a fantasear y poner a prueba procedimientos y materiales que entrarían o no en este libro apenas previsible:
Estoy trabajando en una serie de ensayos que se va a llamar Luz negra, que es el título de una canción de Tite Curet Alonso que me gusta mucho. El título viene de un interés que está muy presente en Tite, por las imágenes en contradicción, en este caso, visual y, en muchos de los ensayos que trabajo ahí, que son ensayos breves, algunos han sido las versiones finales, presentaciones de libros, cosas así. Siempre busco imágenes, justamente, de contradicción, paradójicas, como momentos iniciales de la lectura. Y estoy loco por publicar ese libro, sobre todo porque se ha convertido en mi primer laboratorio de la prosa, de la prosa que yo quiero hacer. Yo había escrito mucho tipo de ensayo académico y otras cosas anteriormente, pero de momento ese espacio oral de la presentación de libro, que yo estuve haciendo mucho en los últimos años, me ha dado, justamente, un lugar como de tantear un poco, probar ideas, buscar tonos, y el libro intenta instalarse en un espacio, digamos, intermedio entre lo escrito y lo oral, o una especie de simulacro de lo oral. Así que ése es uno de los próximos proyectos.
(«Noel Luna: La poética breve», 239, énfasis mío)

Sin duda la prosa crítica empleada en
La caricia de lo inútil es el resultado de un gradual experimento, en el que a consciencia el escritor socava la engorrosa jerga académica del filólogo al uso con su severa camaradería y un sensualismo electrizante. No es nada nuevo. Lo supo bien Áurea María Sotomayor cuando, prendada por el alusivo «áureo anillo» que cifrara su nombre entre las páginas de Selene (Fragmento imán Editores, 2008) –como contraseña erótica y pacto intelectual– tuvo que decir: «Distingue a Luna de Palés el destacar la materialidad y la sensualidad de la palabra poética, pues la voz poética se dedica a reflexionar sobre el lenguaje como dificultad». (2009, 98).
El lírico, el artífice vulnerable y solitario, que sostiene una relación personal con la literatura, que pone en marcha proyectos y los pule lentamente. De ese modo concibió Ricardo Piglia, en Formas breves, un tipo de escritor anárquico, responsable consigo mismo, antisentimental, que descree de la naturaleza referencial del lenguaje, que mira con desconfianza los lugares comunes del compromiso, las posiciones cómodas y autocomplacientes desde donde se interviene sobre la realidad y la cultura. El lírico se juega como nadie lo político en otra parte que es, ante todo, gestual: en el uso irreverente que hace de la tradición. Acaso por eso la tiranía de la novedad editorial –plagada de modas y activismo simplificado– rehúye el riesgo que supone con frecuencia publicar sus experimentos. Un lector dogmático no los reconoce. Conjurado y espía en un mundo hostil, a nada se encomienda, salvo a escribir –con autoironía– como quien se despide de lo que ama. Todo esto guarda resonancias importantes con aquella «teoría del conocimiento» medio fracasista que luna rodríguez había vislumbrado temprano en Palés. Él mismo dibuja un autorretrato parecido:
Hace unos años comprendí que lo que busco como poeta me exige el mayor alejamiento posible de la publicidad de ese gesto tan arisco como un erizo que es un poema. Es paradójico, lo sé: me gano la vida como catedrático de poesía, y de vez en cuando publico algún libro. Para mí, sin embargo, la poesía ha sido una manera particularmente intensa de estar solo. Cuando comencé a escribir a finales de los ochenta, descubrí la incomodidad que me producía la exigencia de comunicar una experiencia de escritura y de lectura de poesía que, en mi caso, se había forjado como una constatación de la soledad y la vulnerabilidad que caracterizan mi noción de lo poético.
(La caricia de lo inútil, 289, énfasis mío)

No por melancólico el costado lírico de luna rodríguez es menos insolente. Por momentos, ese retrato perfila a un investigador promiscuo, que estudia a determinadas autoras como si fueran amantes por vía literaria. Es el caso de la presentación «Para volar de veras mejor sería no pensar» (2008), donde la firma del escritor «noel» aparece cada tanto dada vuelta: «cama
león», «Leonardo»; se trata de signos cuyas partículas «cama» y «ardo» secretan resonancias para nada ociosas. Supongo que ante la biblioteca del delirio acabamos leyendo del revés. Entre las páginas de Diseño del ala se percibe una voz alocada que gime su nombre en sentido contrario: «oh mi Leonardo» (228). Sirviéndose estratégicamente del pudor, el ensayista discute algunos núcleos conceptuales del libro de Sotomayor, y –con imágenes sugestivas tales como «pájaro en mano» o «temperatura corporal»– eróticamente encubre y saca a la superficie una calentura privada que parecía incomunicable. Otras veces, hojeando poemarios de Vanessa Droz, para dar otro ejemplo, termina por reconocer que la buena poesía «altera, ilumina, excita» (235). Ambos casos modelan un flirteo y una posición de intérprete que apuesta al desconocimiento como lugar de enunciación desacralizadora: «Poco sé de catedrales, y ello a veces puede ser una gran ventaja» (235). En ambos –como a lo largo de todo el libro– luna rodríguez burla la expectativa academicista que desacredita como ilegítimas aquellas notas de lectura demasiado íntimas o dudosas. No es un gesto gratuito, ni grosero. Con ello pone de relieve la dimensión policial del acto interpretativo institucionalizado. Pues a menudo con nuestra sabionda exégesis autorizada violentamos la experiencia de leer y traicionamos obsesiones. El lírico lleva a cabo lecturas ilícitas. No propone sentidos unívocos, sino que especula y se deleita en no tener idea de qué o ante qué se ha enfrentado. Cuando luna rodríguez atisba en Palés un sujeto «deseoso» suelta las pistas que nos permiten valorar la peligrosidad de su propio ensayismo en esta dirección:
Pero sus textos [los de Luis Palés Matos] solo son posibles gracias a la fuerza peligrosa de ese deseo, siempre al borde del estallido, y a la capacidad de sostenerse en el riesgo y la incertidumbre. Allí donde el deseo es más potente, parecería que contamos con un sujeto lírico más fuerte, más seguro de sí. Pero lo cierto es que el “yo” siempre aparece en vías de ser “otro”.
(La caricia de lo inútil, 68-69)

El lírico como lector, el que estudia para no saber, o mejor, para conocer en clave negativa (como Tsvietáieva: cuanto más se lee, menos se sabe), sería entonces el que acepta regodearse en lo incierto como sabiduría. La lectura del lírico es autónoma, personal, irredenta. Dicho de otro modo, estos ensayos constantemente se interrogan por la naturaleza épica de la investigación:
La literatura renuncia a saber, si por ello entendemos posesión de un sentido definitivo. A lo que no renuncia la literatura es a buscar ese saber inalcanzable, esa voz infinitamente lejana de la cual ella constituiría algo así como un eco vago, a punto de disiparse.
(La caricia de lo inútil, 74)

°3 Contra el lector voraz. 
luna rodríguez escenifica una lectura en armas, hedónica y desviada. Su gesto crítico se opone a la categoría ingenua de «lector voraz», tan supersticiosamente aplaudida por humanistas y bibliófilos. La voracidad entendida aquí como una disposición comelona, que destruye y consume –rápido y sin dificultad– la presa de su antojo. La «lectura voraz», la predatoria, aquella de la que el filólogo demasiado seguro de sí mismo presume y pontifica. Voraz es el sabiondo, erudito abastecido, que acaba «de un tirón» los libros a su paso y con una agresiva relamida arroja babas metafísicas en otro inconsecuente paper académico. Sin perder la compostura, La caricia de lo inútil modela, en cambio, una ética de la lectura afín a aquella hermosa sentencia aforística con la que Nietzsche prologó las páginas de Aurora: «Tanto mi libro como yo somos amigos de lo lento». Contra la moral de la rapidez y la eficiencia sobre la que se han edificado valores inmutables, el lírico como lector demora con «incesantes rodeos y dilaciones» (66) el momento de aferrar el presunto sentido unívoco oculto entre los textos; confiando además en «que podamos escapar siquiera por un rato del tedio administrado y del horrendo raciocinio instrumental que engulle vorazmente tantísimos renglones de la cultura contemporánea» (226, énfasis mío). ¿Cómo leer antipatriarcalmente? es la pregunta que luna rodríguez me inspira cada tanto.
Sería contraproducente que cayera en la ilusión –tan impugnada por el propio ensayista dentro de estas páginas– de estar «esclareciendo el sentido» de un libro complejo, muy juguetón como el suyo –y encima– con una reseñita decorosa. Por eso mis últimos comentarios serán arbitrariamente pornográficos.
Creo haber tropezado con un ejemplo perverso de cómo luna rodríguez: 1) glosa con economía un emblema lírico; 2) perturba la solemnidad de la lectura especializada; 3) aprovecha las múltiples resonancias entre el signo «meta» y la forma imperativa o subjuntiva del verbo «meter»; 4) erotiza su prosa a nivel temático y léxico sin que el lector poco atento se dé cuenta:
La amada, emblema del efecto que una labor meticulosa intenta suscitar en el receptor, no es por lo tanto el punto de partida de la obra sino su meta. Llegar a esa meta sólo es posible a través de un procedimiento analítico de la lengua y de las formas discursivas que, de ser efectivo, dejará un leve sabor a belleza en la boca del lector. Una vez acabada la lectura de la obra, el lector sabrá también cuál es la medida de lo que se pierde.
(La caricia de lo inútil, 39-40, énfasis míos)

¿No hay en La caricia de lo inútil un personaje imperceptiblemente obsceno y lengüisuelto? Si me preguntan, un estudio serio que se divirtiera rastreando las cerca de cincuenta veces que asoma la palabra «culo» en todo el libro lo comprobaría. Después de todo, éste es un texto malicioso, a prueba del decoro moralista típico de quienes –desde la cátedra y la docencia– imparten una biblioteca saneada y eclipsada; enseñan literatura para enderezarla. Durante décadas, críticas y críticos prestigiosos han socavado con silencios, falta de curiosidad y eufemismos la insobornable fuerza impúdica manifiesta en obras de Virgilio Piñera, Julia de Burgos, Ángela María Dávila o Manuel Ramos Otero, por mencionar cierto contracanon antillano sistemáticamente desleído, pero furibundamente resistente a esa mordida paternalista y santurrona que muchas veces supone la lectura instrumental. Por suerte, luna rodríguez actualiza estas figuras con osada disidencia; las construye retrospectivamente, a la manera de una tradición clandestina, desde la cual él mismo pide ser leído. ¿Será ésta su gozosa autobiografía del ardor? Me permito bosquejar, a partir del vocabulario crítico empleado por el propio profesor –y respetando, por si acaso, el orden de aparición– una estremecedora escena hentai que sus ensayos no paran de insinuarme:
minúsculo / meticuloso / músculos / montículo / oráculo / meticulosidad / testículos / espectáculo / cálculo / vehículos / crepúsculo / vínculos / artículos / culo / obstáculo / ridículo / tentáculo / mayúsculo

Hato Rey, Puerto Rico
junio, 2022

Ivelisse Álvarez (Ponce, Puerto Rico, 1995) es autora, lectora y dibujante de guiones gráficos. Reconocida por el cuarto certamen literario de la Facultad de Humanidades de la Universidad de Puerto Rico en la categoría de poesía. Algunos poemas de su libro La tomadora de soda (Ediciones Aguadulce, 2018) figuran en la antología argentina Pedir un deseo, prenderle fuego (Ediciones Continente, 2020). Colaboró con una entrevista sobre Rosario Ferré para El coloquio de las perras (Capitán Swing, 2019) de Luna Miguel. Actualmente es estudiante de grado en el programa de Literatura Comparada.
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